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El juego: espacio de goce y transformación de la realidad y del cerebro

Por María Jesús Parada

 

Este año he estado fuertemente desde el juego. Por mi formación siempre he trabajado desde aquí, pero en el último tiempo ha sido una herramienta elemental para que los niños y niñas expresen lo que está ocurriendo en el mundo a través de su lenguaje. 

El tema del juego es un gran y profundo tema, que puede ser abordado desde muchísimas perspectivas. 

El juego es la ocupación principal de los niños y niñas, es el espacio desde donde entienden, crean, transforman y aprenden el mundo. 

La Asociación Americana de Terapia Ocupacional (AOTA 2014) define el juego como “cualquier actividad espontánea u organizada que provea de goce, entretención, distracción o diversión”. La participación en el juego es crucial para la terapia ocupacional y es un derecho decretado en la Declaración de los derechos de los niños/as de 1959, y ratificado en nuestro país desde 1989. “El juego es la ocupación de los niños/as, donde el/la niño/a puede expericienciar el fluir y participar de dar significado a su vida y su experiencia personal con respecto a su entorno.” (Olga Nestor & Christy Szczech Moser, 2018) .

La teoría del fluir o del flow (Mihaly Ciskszentmihalyi, 1975), define este estado como “un estado en el que la persona se encuentra completamente absorta en una actividad para su propio placer o disfrute, durante el cual el tiempo vuela y las acciones, pensamientos y movimientos se suceden unas a otras sin una pausa”. En este contexto ocurren una cadena de situaciones que nos permiten modificar nuestra estructura cerebral y esto provoca que podamos alcanzar metas, tener mayores tiempos de concentración, contar con un mayor feedback de nuestras acciones, mejorar nuestra autorregulación, entre otros miles de aprendizajes. 

Para Maturana y Varela (2002) el aprendizaje surge de un acoplamiento estructural, es decir, las interacciones recíprocas entre individuo y medio hacen surgir cambios estructurales en la organización del ser vivo. 

El juego nos impacta en toda nuestra corteza, activándose áreas como la corteza cingulada anterior, a cargo de variar y crear nuevos movimientos, el área de la integración sensorial y motriz que articula toda la información que entra y sale de nuestro cuerpo, además incrementa conexiones neuronales y, a su vez, se enriquece el espacio sináptico, de manera que se genera un efecto en cascada que finalmente impacta generando cambios estructurales en toda nuestra corteza cerebral. 

Dicho todo esto, realmente creo que vale la pena y es muy necesario pararnos como adultos a mirarlo y entrar en acción a través de él. Es por esto que me aventuro hoy día a relatarles pequeños momentos que han ocurrido en mi sala de terapia durante marzo del 2021. 

 El juego como un espacio de información y aprendizaje. 

J. siempre viene con muchas ideas, tantas que no sabe por dónde empezar. Suele proponer juegos con reglas difíciles de cumplir y que se superponen unas con otras que no logramos comprenderlas entre los dos. 

Hoy día viene hablando de laberintos, que son “buenísimos” y que podríamos crear uno. J. tiene 8 años, y en el colegio ya han hecho toda clase de laberintos de papel. 

Le digo que sí, que me explique su idea, que la construyamos con algunos bloques o, que si prefiere, puede ser con otro material. Le muestro que tenemos 5 minutos y comienza a construir. Me doy cuenta que su laberinto son como sus instrucciones, pone una pieza sobre otra, no hay ningún camino claro, no hay ninguna salida. Me doy cuenta de que J. realmente no sabe qué es un laberinto. 

Le digo entonces que le quiero mostrar unas imágenes de laberintos. Al hacerlo, él alucina con esa aventura que se puede jugar buscando la salida del laberinto. Analizamos la idea juntos y la vuelve a construir. Pasamos la hora variando los caminos, inventando aventuras y haciendo que diferentes personajes entren y salgan del laberinto, alcanzando siempre la salida, sin estar exenta de bravas figuritas de leones que pueden aparecer si vas por el camino equivocado. 

J. se va contento, ha aprendido un nuevo concepto, lo ha variado, lo ha construido con diferentes materiales, ha inventado formas originales y lo mejor, vino con su gran idea de hacer laberintos y se llevó el concepto lleno de ideas nuevas. 

 

El juego como un espacio de goce compartido y comunicación 

P. tiene 3 años, no dice ninguna palabra. A veces no mira a los ojos, no pide cuando necesita algo. 

Sus padres están muy preocupados porque no puede comunicarse, y porque le ha dicho su pediatra que tiene un gran rezago en el desarrollo de la comunicación y la interacción. 

Hoy le he dejado sobre el tatami juegos para su edad con los que pienso que P. podría interactuar conmigo. Una rueda con figuritas de encaje, un cohete que se aprieta y sale volando, unas burbujas, una pelota con unas paletas, una especie de yoyó antiguo que uno presiona y gira. Todos los juegos tienen una doble cualidad: son atractivos y necesitan de un/a otro/a. 

P. llega y mira todo. Sonríe. Va tomando y dejando cada cosa en su lugar, yo voy jugando cerca de él, mostrándole el uso del juego. P. no parece demasiado interesado en mí, ni en ningún juego como para detenerse a jugar. De pronto ve el cohete que, al apretarlo, se eleva por el aire y sonríe. Yo repito la acción y me mira. Vuelvo a ejecutarla y le agrego un “bup” con mi voz, eso le causa más gracia y me trae el cohete para repetir la acción, a la siguiente vuelta, además replica “bup” para que yo ejecute el movimiento. 

Luego él quiere hacerlo y al no poder me acerca el cohete para que lo ayude. Y ahí entramos en un juego largo. Yo traigo otro cohete y nos los lanzamos continuamente, a mí, a P.  y a su papá. P. no para de reírse, se acerca a su papá, este le hace un gesto de cosquillas, P. le da el cohete y hacen el lanzamiento juntos. Luego P. deja el juego y va a buscar otras cosas. Con el papá de P. conversamos de todo lo que P. pudo comunicarnos, que nos pidió más, que nos miró para compartir su emoción, que quiso practicar el juego e hicimos una práctica inicial de turnos y que toda esta comunicación no verbal es el inicio para construir la interacción y que, bueno, todo pasó en medio del juego. 

 

El juego como un espacio de aprendizaje de flexibilidad

C. venía cada semana y escogía siempre el mismo juego, a pesar de tener una pieza llena de juegos, juguetes y materiales, ella siempre elegía lo mismo: unos conejitos con los que hacía la misma historia, en el mismo lugar de la sala y con los mismos materiales. Cada vez que yo intentaba cambiar algo o pedirle que metiéramos un nuevo personaje, ella me lo rechazaba tajantemente. Esto, si bien, puede ocurrir por múltiples razones, en el caso de C. se debía a un desafío en la ideación, es decir, en su cerebro. Al igual que en el tuyo o en el mío, existe un cajón de planes, pero en nuestros casos -probablemente-, este cajón está  lleno de infinitas posibilidades, que nos permiten que si algo no nos resulta podemos buscar otro plan. Por ejemplo, si cambian las reglas del juego, podemos adaptarnos porque podemos acudir al “plan de reglas de juego”, que si viene al juego un nuevo juguete o personaje, podemos integrarlo porque tenemos una “carpeta de personajes” con sus posibilidades (es como un gran archivador con muchos códigos de ideas). En fin, en este caso, su cajón de planificación de ideas para jugar, carecía de planes y por esto le costaba mucho incluir cosas nuevas y flexibilizar, porque al variar en algo su juego, aunque fuese en un pequeño detalle, ya no era el mismo que estaba en su plan original y no tenía otro como para alcanzar ideas nuevas para flexibilizar.

La primera sesión comencé duplicando su juego y haciendo uno paralelo, mismos materiales, mismas historias, “los conejos estaban con su mamá y no iban a la escuela”, ella con su set de figuritas y yo con el mío, una al lado de la otra. Primero C. se sorprendió y luego se fue acostumbrando. Yo intentaba meter una variación del estilo “mamá hoy queremos salir a jugar” pero C. rápidamente rechazaba mi idea, gritándome que eso no era así. Luego traje IMANIX para construir y notaba que C. me miraba de reojo. Construí un cubo de cada color, para meter dentro a cada conejito y jugar a que cada uno tenía su casa. Ese día C. toleró mi juego en paralelo y observó mi idea, pero no jugó a eso que yo proponía. A la semana siguiente C. quiso construir con IMANIX una casa para los conejos, noté que hacía las mismas casitas cubo que yo le había mostrado la vez anterior. Aún no me dejaba meterme en su juego, sin embargo, de alguna manera podía ver que ella estaba incorporando ideas nuevas dentro de su juego y validando las ideas que le proponía. Así fuimos avanzando, siempre a su ritmo, siempre siendo ella la protagonista de nuestro juego. 

Esta semana C. vino a sesión con otro niño en la sala, ya no juega sola ni solo con conejos, también con bichos, animales de la granja y de la selva a quienes sube y baja por diferentes lugares de la sala, van y vienen de la casa, de la tienda, del colegio y comparten entre las especies. 

En el colegio, las profesoras reportan que C. se integra con otros niños y niñas, que es capaz de ofrecer y aceptar ideas nuevas en el juego y lo más importante que disfruta de ellas. 

El juego ha sido su espacio de aprendizaje, de flexibilización, de observación y de compartir. Su cajón de ideas se ha llenado de nuevos planes, los que puede compartir con su contexto y disfrutar de él. 

No dejo de asombrarme de lo mágico que esconde el espacio de jugar, de cómo al entrar en contacto con nuestras motivaciones y deseos, nuestro cerebro despierta, se activa, se moldean nuevas rutas y alcanzamos nuevos estadios de evolución en nuestro desarrollo. El juego opera así en todos los casos, con todos nosotros y con tod@s l@s niñ@s, sin importar su color, su raza o su condición. 

 

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